La Grieta Nro 7 – EL PORNO

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EL SILENCIO ES EL PORNO


Por Esteban Rodríguez

En las últimas décadas, la pornografía ha motivado debates entre feministas, organizaciones de derechos humanos y juristas. Se discute si la pornografía tiene que ser objeto de censura o regulación, si la pornografía no es una manera de practicar la censura. Esta vez no se trata condicionar la pornografía para proteger a la familia cristiana sino a la mujer y la niñez desaventajada. Lo que está en riesgo no es la moral y las buenas costumres sino la igualdad de género y la libertad de expresión. Se sostiene que tanto la pornografía, como la publicidad que apela a sus códigos, es una manera de erotizar la violencia de género y naturalizar la desigualdad entre los sexos. Pero además, la pornografía crea condiciones para la expansión de las economías ilegales vinculadas al sexo como la trata de blancas, el juego y el narcotráfico.
El debate se da en un contexto donde la pornografía se ha vuelto cotidiana. Al igual que la prostitución, dejó de ser algo que se hablaba en voz baja, que tenía que circular en las sombras. Ayudada por el desarrollo de nuevas tecnologías como el video, las videocámaras e Internet, el porno se fue expandiendo cada vez más. Hoy día, la pornografía es festejada públicamente, se ha vuelto omnipresente y ganado el espacio público, invadiendo el territorio a través de la publicidad callejera y los programas de entretenimiento. A medida que se transforma en una pauta cotidiana, la pornografía ha ido cada vez más lejos, desafiando y derribando todos los tabúes en torno al sexo, perpetuaando la desigualdad entre los sexos y la violencia de género.
Sheila Jeffreys, por ejemplo, considera que la pornografía constituye la plataforma de lanzamiento para la industria del sexo. No sólo porque produce la clientela para los clubes de strippers, el turismo sexual y los prostíbulos, sino porque normaliza la industria del sexo. Detrás de cada cabaret, cada esquina regenteada por proxenetas y reguladas por policías, detrás de cada “cliente”, “voyeur” o “consumidor con derechos” que paga por “servicios” hay una red de explotación sexual que provee y renueva la “mercadería”.
Para las feministas radicales, como Chatarine MacKinnon y Andrea Dworkin, la pornografía es un problema no sólo porque está hecha con mujeres tratadas, prostituidas y violadas, sino porque es una forma de silenciamiento forzoso de la mujer. Una práctica política que impone el silencio. Silencia a la mujer cuando la desvaloriza y transforma en objeto de goce del otro. Dice MacKinnon: “La libre expresión de los hombres silencia la libre expresión de las mujeres.”
El silencio hay que buscarlo en la violencia puesta en juego en cada uno de los actos que la componen, pero tambien en el imaginario social que promueve. Porque la violencia pornográfica luego se proyecta sobre el resto de las mujeres en la medida que crea patrones de conducta que tienden a reproducir las desigualdad de género.
Estamos ante una violencia cosificadora y deshumanizante. Cosifica a la mujer cuando la aliena. La pornografía le quita vida a algo que está vivo para poder mercantilizarla, pero cuando eso sucede, rencanta imágenes que orientan la vida cotidiana, donde la mujer tiene un lugar secundario y subordinado. A través de la pornografía, es decir, de la sexualidad pensada exclusivamente desde la óptica masculina, el sujeto se transforma en objeto, el deseo femenino (sujeto) se transforma en goce masculino (objeto). La mujer pierde su libertad cuando es poseída por el hombre. La mujer, en tanto objeto de placer, se transforma en propiedad del hombre. No sólo debe plancharle la camisa a su marido, cuidar a sus hijos, sino satisfacerlo sexualmente cuando éste quiera y de la manera que disponga.
Y la deshumaniza cuando animaliza y fragmenta, las pone en cuatro patas, transforma en un pedazo de carne, un conjunto de orificios y secreciones. Vista a través de la pornografía contemporánea, la mujer es un cuerpo sin rostro, recortada y reducida a sus partes erógenas. Un cuerpo con agujeros es un “cuerpo boquete”, que se dispone para todo tipo de penetraciones y deseos masculinos. La mujer-animal tiene prohibida la palabra salvo para pedir ser más animalizada. El hombre lleva la voz cantante, decide (impera y ordena) a través de la palabra cada una de las poses que deberá adoptar la mujer-cosa para satisfacer el placer masculino. Su voz, reducida a jadeo y a un conjunto de onomatopeyas, está para producir el grito final que constata el placer masculino realizado.
La pornografía, entonces, es un acto de supremacía masculina, que revalida la sociedad patriarcal con su contrato sexual desigual. No hay inocencia, la pornografía está cargada de una ideología que fomenta y reproduce la idea de la inferioridad sexual de las mujeres. La pornografía no es un mero entretenimiento de gente adulta. Construye y define lo que es un hombre y lo que es una mujer, y cómo debe relacionarse ese hombre con esa mujer. Una manera de practicar la censura. Silencia a la mujer cuando la descalifica como sujeto, cuando desautoriza su voz, impugna su identidad, su sexualidad, su deseo. Las representaciones que promueve sobre la mujer están cargadas de valores machistas y sexistas que reproducen la desigualdad de género. 
Pornografía, prostitución y trata de personas no son mundos apartes, esferas separadas y separables. Hay profundas relaciones de continuidad que tienen que ser reconocidas para comprender la persistente desigualdad y la violencia de género. Una violencia que desautoriza a la mujer cuando la subordina a los parámetros de la sexualidad masculina. Una violencia que silencia a la mujer cuando la transforma en una cosa que se compra o se vende en el mercado del sexo, que se compra o se vende con un par de zapatos nuevos.

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